A la señora Pelícano le gustaban mucho las flores. Todos los días se ocupaba de ellas, las regaba y hasta les hablaba cariñosamente. A quienes se burlaban de esta costumbre, les decía…
– Las flores no me responden porque no pueden, pero yo sé que me quieren y que me entienden. Son mis mejores amigas y se ponen muy contentas al verme.
El jardín de la señora Pelícano era el más bello del bosque.
Estaba orgullosa de todas sus plantas, cuidándolas con esmero, mimándolas. Les dedicaba muchas horas de su tiempo y se sentía feliz entre las gigantes enredaderas, los hermosos tulipanes, las tímidas margaritas… ¡Todo un mosaico de colores destacando entre la verde hierba!
Mamá Pelícano también cuidaba de algunas macetas, donde cultivaba sus más delicadas flores…
Pero… ¡qué desgracia!
Una mañana, cuando terminaba de regar unos bonitos pensamientos, se rompió la regadera.
– ¿Qué voy a hacer ahora? —se dijo la señora Pelícano, muy triste— Creo que la culpa es mía por llenarla tanto de agua. Necesito idear algo para que las flores no se me sequen.
El sol es muy fuerte y las pobrecitas van a sufrir mucho si no las riego todos los días.
La señora Pelícano paseó de un lado a otro, preocupada, pensando en una rápida solución porque el día amenazaba ser caluroso.
De pronto, su rostro se animó y…
– ¡Ya lo tengo! —exclamó.
Luego, volviéndose a sus queridas flores, les dijo:
– ¡No sufráis! Sé lo que he de hacer. No os quedaréis sin vuestra ración de agua.
Y sin perder un momento, corriendo, se dirigió hacia un extremo del gran parque, mientras repetía…
– ¡Eso es! ¿Cómo no se me había ocurrido antes?
El señor Mosquito y el Pájaro de colores, que eran los mejores compañeros de la señora Pelícano, la miraban con asombro, preguntándose si su buena amiga se habría vuelto loca.
¿Cómo estaba tan contenta después de habérsele estropeado su querida regadera?
Finalmente llegó a la fuente, el Pajarito de colores le abrió la espita, y un enorme chorro de agua fresca comenzó a llenar la gran bolsa que todos los pelícanos tienen debajo de su largo pico.
Brillaban de júbilo los ojos de la buena jardinera pensando en la sorpresa que se iban a llevar su amigas las flores…
Al ver como ponía el extremo roto de la regadera en el pico, las plantas comprendieron que iban a saciar su sed y sus pétalos se movieron de un lado a otro en claro signo de alegría, mientras una linda mariquita, que saltaba de flor en flor, exclamaba:
– ¡Vaya invento!
El agua cayó abundantemente sobre el jardín, como si nada hubiera ocurrido al estropearse la regadera.
Al recibir la deliciosa ducha, las flores se pusieron muy contentas.
– ¡Gracias, amiguita! ¡Eres muy buena!
De este modo, el cariño a las plantas que todos deberíamos tener, triunfó sobre la desgracia de la regadera rota.
Y todos vivieron muy felices y contentos gracias al invento de la señora Pelícano.
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