martes, 10 de agosto de 2021

Las velas - Hans Christian Andersen

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Érase una vez una gran vela de cera, consciente de su alto rango y muy pagada de sí misma.

-Estoy hecha de cera, y me fundieron y dieron forma en un molde -decía-. Alumbro mejor y ardo más tiempo que las otras luces; mi sitio está en una araña o en un candelabro de plata.

-Debe ser una vida bien agradable la suya -observó la vela de sebo-. Yo no soy sino de sebo, una vela sencilla, pero me consuelo pensando que siempre vale esto más que ser una candela de a penique. A ésta le dan un solo baño, y a mí me dan ocho; de ahí que sea tan resistente. No puedo quejarme.

Claro que es más distinguido haber nacido de cera que haber nacido de sebo, pero en este mundo nadie dispone de sí mismo. Ustedes están en el salón, en un candelabro o en una araña de cristal; yo me quedo en la cocina. Pero tampoco es mal sitio; de allí sale la comida para toda la casa.

-Sí, pero hay algo más importante que la comida -replicó la vela de cera-: la vida social. Brillar y ver brillar a los demás. Precisamente esta noche hay baile. No tardarán en venir a buscarnos, a mí y toda mi familia.

Apenas terminaba de hablar cuando se llevaron todas las velas de cera, y también la de sebo. La señora en persona la cogió con su delicada mano y la llevó a la cocina, donde había un chiquillo con un cesto, que llenaron de patatas y unas pocas manzanas. Todo lo dio la buena señora al rapazuelo.

-Ahí tienes también una luz, amiguito -dijo-. Tu madre vela hasta altas horas de la noche, siempre trabajando; tal vez le preste servicio.

La hija de la casa estaba también allí, y al oír las palabras «hasta altas horas de la noche», dijo muy alborozada:

-Yo también estaré levantada hasta muy tarde. Tenemos baile, y llevaré los grandes lazos colorados .

¡Cómo brillaba su carita! Daba gusto mirarla. Ninguna vela de cera es capaz de brillar como dos ojos infantiles.

«¡Qué emocionante!», pensó la vela de sebo-. Nunca lo olvidaré; seguramente no volveré a ver una cosa parecida.

La metieron en la cesta, debajo de la tapa, y el niño se marchó con ella.

«¿Adónde me llevarán? -pensaba la vela-. A casa de gente pobre, donde no me darán tal vez ni una mala palmatoria de latón, mientras la bujía de cera está en un candelabro de plata y ve a personas distinguidísimas. ¡Qué espléndido debe ser eso de lucir para la gente distinguida! Estaba de Dios que yo había de ser de sebo y no de cera».

Y la vela llegó a una casa pobre, la de una viuda con tres hijos que se apretujaban en una habitación reducida y de bajo techo, frente a la morada de los ricos señores.

-¡Bendiga Dios a la buena señora por lo que nos ha dado! -dijo la madre-. ¡Qué vela más estupenda! Durará hasta muy avanzada la noche.

Y la encendieron.

-¡Qué asco! -dijo-. Me han encendido con una cerilla apestosa. No le ocurrirá esto a la vela de cera de la casa de enfrente.

También en ella encendieron las luces, y su brillo irradió a la calle. Se oía el ruido de los coches que conducían a los invitados, y sonaba la música.

«Ahora empiezan allí -pensó la vela de sebo, y le vino a la memoria la radiante carita de la rica muchacha, más radiante que todas las velas de cera juntas-. Aquel espectáculo no lo veré nunca más». En esto llegó a la humilde vivienda el menor de los hijos, una chiquilla. Pasando los brazos alrededor del cuello de su hermano y hermana, les comunicó algo muy importante, algo que tenía que decirse al oído:

-Esta noche, ¡fijaos!, esta noche vamos a comer patatas fritas.

Y su rostro brilló de felicidad. La vela, que le daba de frente, vio reflejarse una alegría, una dicha tan grande como la que viera en la casa rica, donde la niña había dicho:

-Esta noche tenemos baile, y llevaré los grandes lazos colorados.

«¿Tan importante es eso de comer patatas fritas? -pensó la vela de sebo-. La alegría de estos niños es tan grande como la de aquella chiquilla». Y estornudó; quiero decir que chisporroteó; más no puede hacer una vela de sebo.

Pusieron la mesa y se comieron las patatas. ¡Qué ricas estaban! Fue un verdadero banquete; y además les tocó una manzana a cada uno. El niño más pequeño recitó aquel verso:

Dios bondadoso sea alabado,
que otra vez hoy nos ha saciado.
Amén.

-¿Lo he recitado bien, madre? -dijo el pequeño.

-No tienes que pensar en ti mismo -le reprendió la madre sino sólo en Dios Nuestro Señor, que te ha dado una cena tan buena.

Los niños se acostaron, su madre les dio un beso, y enseguida se quedaron dormidos, mientras la mujer estuvo cosiendo hasta altas horas de la noche, para ganar el sustento de sus hijos y el propio. Fuera, desde la casa rica, llegaba la luz y la música. Las estrellas centelleaban sobre todas las moradas, las de los ricos y las de los pobres, con igual belleza e intensidad.

«A fin de cuentas ha sido una hermosa velada -pensó la vela de sebo-. ¿Lo habrán pasado mejor las de cera en sus candelabros de plata? Me gustaría saberlo antes de acabar de consumirme».

Y pensó en las dos niñas, que habían sido igualmente felices: una, iluminada por la luz de cera, y otra, por la de sebo.

Y ésta es toda la historia.

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